Excursión 2.0 Día 1
- lectura de 6 minutos - 1167 palabrasSalimos de casa a las 5:30. El taxista que había contratado Lorena el día anterior fue muy puntual y nos dejó en el aeropuerto de Viru Viru con tiempo de sobra. Allí fuimos al mostrador de BOA (aerolíneas bolivianas) donde nos dieron nuestros billetes de vuelo y después tuvimos que ir a otro mostrador a comprar nuestro derecho de pasaje en avión (en Bolivia si quieres volar tienes que comprar siempre a parte en cada aeropuerto un derecho de vuelo).
Llegamos a Cochabamba en 25 minutos, suficiente para que nos diesen un desayuno. Qué diferencia respecto a las compañías europeas donde todo es de pago. Salimos corriendo del avión para que nos diese tiempo a hacer escala, lo cual resultó bastante ridículo ya que al final el vuelo salió con siete horas de retraso. Sucre está situado entre montañas y siempre tienen problemas de niebla en el aeropuerto. Por lo tanto, aunque nosotros estábamos en Cochabamba, no podíamos volar a Sucre si no se podía aterrizar.
Como nos dieron tanto retraso, intentamos buscar alternativas como ir a Potosí o a Sucre directamente en coche y perder el vuelo, pero eran 11 o 16 horas en coche así que decidimos que lo mejor era esperar y Lupi y yo nos fuimos a Cochabamba de visita porque quién sabe cuándo vamos a volver por aquí. El taxista nos dejó en el centro en 5 minutos y de ahí nos pusimos a callejear buscando la oficina de turismo, cosa bastante complicada ya que nadie sabía dónde estaba. La impresión general de la ciudad fue buena: más cuidada que Santa Cruz y muy viva. Como cualquier ciudad boliviana tiene su preciosa plaza principal llena de árboles atravesada por caminitos y rodeada de edificios con soportales. Cuando desistimos ya de buscar la oficina de turismo, fuimos hasta la plaza Colón, que nos había recomendado el taxista y allí encontramos una oficina. El chico nos dijo que era imposible ver la ciudad en tan poco tiempo, que podíamos ver algunas iglesias, que los museos estaban cerrados y que lo mejor que podíamos hacer era ir al norte de la ciudad a un hotel donde había una convención de turismo de toda Bolivia o subir al cristo que tienen en uno de las montañas que rodean a la ciudad (tipo el de Sao Paulo). Como no nos convenció mucho su plan seguimos callejeando por algunos de los sitios que nos había recomendado el taxista. Saliendo de la plaza Colón se sigue por una avenida llena de árboles que en teoría llega al río de la ciudad, aunque nosotras a lo que llegamos fue a un lecho seco en el que estaban quemando basura y en otra zona había agua estancada donde un hombre lavaba su ropa. En ese paseo nos pasó una cosa de lo más curiosa: una mujer se nos acercó con su marido e hijos a preguntarnos si hablábamos alemán. Dijimos que no y entonces nos preguntaron que si hablábamos inglés y al responder que sí nos pidieron que les hiciéramos un pequeño favor de traducción. Aceptamos y entonces nos sacaron cuatro folios con fotos de tractores y maquinaria agrícola y se pusieron a contarnos que querían comprar un tractor a un señor alemán pero que querían pedirle una rebaja en persona, no por internet y que si nosotras podríamos llamarlo por teléfono para pedírsela. No dábamos crédito y todavía se tornó más extraña la situación cuando en vez de darnos un móvil intentaron meternos en un locutorio. Aunque parecían buena gente, no estábamos dispuestas a meternos en problemas, así que les dijimos amablemente que sólo nos quedaba una hora en Cochabamba y que lo sentíamos mucho pero que se buscasen a otro para la traducción. Una vez finalizada nuestra visita y de regreso a la plaza buscamos un lugar donde vendiesen salteñas para llevar a las demás para comer. Fuimos a Globo, una cadena que hay por toda la ciudad pero estaban agotadas, así que acabamos en la casa de la Libertad, un restaurante con muy buena pinta en una calle que daba hacia la plaza donde nos las hicieron sobre la marcha.
En el aeropuerto nos esperaba el resto en una terraza que hay en el piso de arriba y allí nos tomamos las salteñas y unos helados muy estupendos que vendían allí. Por fin embarcamos y en 25 minutos llegamos a Sucre. A la salida llegó el caos: un montón de taxistas abalanzándose sobre nosotras intentando convencernos para que fuésemos con ellos e intentando timarnos a la vez que un grupo de niños se acercaba a pedir limosna. Conseguimos salir de aquello como pudimos y al final un taxista aceptó llevarnos a las 6 al centro por 25 bolivianos. Además nos recomendó uno de los 4 albergues que llevábamos preseleccionados, así que bien. El albergue estuvo muy bien, una habitación de seis camas al lado del baño con agua caliente, sólo hubiese sido mejor si hubiésemos tenido algún enchufe que funcionase en el cuarto.
Sucre es una ciudad preciosa. Aunque arquitectónicamente nada tiene que ver con el resto de Bolivia. Hasta ahora cuando hablaba con la gente todo el mundo me había dicho dos cosas de la ciudad: Sucre es blanca y Sucre está muy limpia. Las dos son verdad. La gente tiene otro nivel tambíén, se ven más ricos. Las casas blancas son preciosas y la ciudad está muy animada (en eso es igual al resto), hay un montón de gente siempre en la calle. Visitamos el mercado, la plaza principal y subimos hasta el mirador de La Recoleta desde donde tuvimos las mejores vistas de la ciudad de noche que uno pueda imaginar.
Nos fuimos a cenar al centro, donde la plaza principal. Allí los pasos de cebra están controlados por semáforos para los coches y unos señores disfrazados de cebra para los peatones. Son de lo más graciosas y se ponen a bailar mientras te invitan a cruzar o a que te detengas. Como hacía tan buena noche buscamos una terraza para tomar unas cervezas, pero se ve que lo de la terraza es un concepto muy español porque no vimos en ninguna parte, así que acabamos en un bar de guiris que estaba junto a la catedral donde nos tomamos una jarra de cerveza y Laia un daikiri que estaba espectacular. Nosotras no nos quedamos muy contentas con la Huari (la cerveza de esta zona), es demasiado suave (aún más que la Paceña), como la mayoría de cervezas de aquí. Cenamos en La Bodega, un restaurante que estaba justo al lado. No es especialmente recomendable a no ser que busques comida y ambiente de extranjeros. Durante la cena un niño entró corriendo e intentó llevarse mi bolso, que estaba colgado de la silla. Un camarero lo echó antes de que llegase. Sigo sin asumir la situación de los niños en este país. Se me cae el alma a los pies.
Finalmente nos fuimos al albergue, derrotadas y mentalizadas de que mañana vuelve a tocar madrugar.