Visita a Chiquitanía. Día 1
- lectura de 4 minutos - 795 palabrasSalimos temprano, pero hora boliviana. Quedamos a las 7 con los chóferes, que aparecieron tarde. Tomamos dirección hacia San José, con varias paradas de por medio: para repostar, para cambiar una rueda, para que desayunasen los conductores, para ir al baño…
El viaje se nos hizo muy ameno a pesar de lo largo que era porque Junior, nuestro conductor, nos fue dando su versión particular de Bolivia y la relación entre collas y cambas, que se ha ganado un post a parte de lo tremendo que fue.
Llegamos a San José, donde lo primero que hicimos fue comer el menú del día en un restaurante que nos indicó Karen, que tiene experiencia en la zona. Aquí también hacen guisos de lentejas, incluso si hay 37 grados fuera.
Después nos acercamos a la misión jesuítica, que se diferencia de las demás de la Chiquitanía en que es de piedra. Según nos contó después Nicolás, es la mejor conservada y tiene un estilo muy similar a las paraguayas; a mí en cierto modo me recordó a la de Santa Bárbara en California. Cuando llegamos nos dijeron que abría a las 2:30 pero aunque hicimos tiempo y aparecimos después aquello seguía cerrado, se ve que seguían hora boliviana. Hablamos con los conductores y nos recomendaron que siguiésemos hasta Chochís para verlo de día y ya si eso parásemos para ver la iglesia por dentro a la vuelta.
Pasamos a recoger a Karen por la aldea. Se había ido a saludar a los niños del orfanato con los que había estado colaborando hace dos años de voluntaria también. El sitio tenía muy buena pinta: limpio y se veía sanos y felices a los niños.
Seguimos en ruta hasta Chochís. Dicen que es el Machu Pichu boliviano. Yo no sé si esa es la mejor forma de describirlo. Desde luego es impresionante. Se trata de un santuario situado justo al lado de una montaña de forma prismática que se encuentra en medio de un valle flanqueado por unas montañas de corte vertical de piedra rojiza. Como si fuese el paisaje del oeste americano en Utah o Arizona, pero con mucha vegetación. La montaña en cuestión la llaman la Muela del diablo y a sus pies está el santuario. Una iglesia que mezcla los motivos cristianos con alguna decoración típica de la Pacha Mama, modernos pero muy bonitos. Yo recomiendo la entrada en la iglesia, donde tienen tallado el árbol de la vida: una escultura hecha sobre un tronco de árbol narrando la creación en los siete días. Muy original, muy bonito. También es recomendable la historia escrita también en tocones de madera de la inundación. Se trata de una inundación tan grande que hubo que se llevó por delante el pueblo de Chochís y la vía del tren, dejando muchos muertos a su paso. Los que se salvaron se refugiaron en la Muela del diablo y al parecer rezaron hasta que vinieron los helicópteros en su ayuda. Al salvarse erigieron el monumento.
Si te encuentras con fuerzas y no tienes mucho calor siempre se puede subir por un caminito para llegar a las vistas, que son espectaculares. Kilómetros y kilómetros de selva se extienden bajo tus ojos. No hay fotos que hagan justicia a lo que se ve o a lo que se siente allí encajado en el valle pero a la vez dominando el mundo.
Los mosquitos se cebaron bastante con nosotros allí, pero aún más en la siguiente parada. Todavía nos sobraba algo de tiempo y estábamos muy acalorados así que por votación general nos fuimos a una cascada llamada “El velo de la novia”. Atravesando un poco la selva llegamos a una cascada muy bonita donde la mayoría aprovechamos para remojarnos y refrescar. El problema llegó cuando se nos hizo de noche a la vuelta y aunque sólo estábamos a un kilómetro de los coches tuvimos que sacar todos nuestras linternas para no perdernos allí. Afortunadamente la mayoría fuimos precavidos y las llevábamos con nosotros.
Para cerrar el día fuimos a Santiago. Buscamos alojamiento y acabamos yendo a la pensión Gladisol, que nos dio cobijo a 11 reubicando a sus clientes y familiares. Estaba limpia y pagamos 50 boivianos por la noche, así que sin quejas. Mientras nos preparaban el cuarto fuimos a cenar a la Cafetería Churrasco, regentada por un alemán y su esposa boliviana. Cenamos todos pique macho, un plato boliviano que lleva carne, salchichas, queso y patatas fritas. Muy digestivo vamos.
Como no nos fiábamos de que el hotel fuese a estar muy limpio o que la habitación no estuviese llena de insectos, seguimos la música que se oía en la calle hasta llegar a una Rockola donde estuvimos tomando unas cervezas ante probablemente el cielo más espectacular que yo haya podido disfrutar nunca.